La sucesión de conflictos en el vecindario de Europa —y más allá— convierte el debate sobre la política migratoria europea en una suerte de trágico bolero de Ravel, en el que cualquier final es solo el anticipo de un nuevo comienzo. La guerra en Siria, allá por 2015, provocó el pánico en varios países europeos, que solo lograron contener el flujo de refugiados tras un polémico acuerdo con Turquía. La tranquilidad duró poco: varios sustos (de menor calibre que el sirio) no han dejado de sucederse desde entonces. En el último año se han duplicado las entradas por Canarias, se han producido incidentes serios en Evros y Lesbos (Grecia), Marruecos miró hacia otro lado y provocó una sonora crisis en Ceuta en mayo y Bielorrusia desafía a la UE con un siniestro juego con refugiados en el Báltico y la frontera polaca. Afganistán está en otro nivel: supone una crisis potencial casi a la altura de Siria, sin el mínimo consenso en la Unión para acordar un pacto migratorio de momento inalcanzable. Bruselas ya prepara el terreno: el brazo ejecutivo de la Unión plantea movilizar hasta 1.100 millones de euros para paliar la crisis afgana, según un alta fuente comunitaria. Ese paquete aún no está maduro, menos aún con las elecciones alemanas a la vuelta de la esquina. Pero ya aparece negro sobre blanco en los papeles, y podría empezar a estudiarse a partir de la reunión de ministros de Exteriores, a finales de semana. Serán 200 millones en ayuda humanitaria para mujeres, niñas y los más vulnerables; 300 millones en dos años para facilitar el reparto de refugiados, y 600 millones en programas para apoyar la construcción de centros de acogida de solicitantes de asilo fuera de las fronteras de la UE, para intentar evitar que la crisis de refugiados llegue a Europa.