Una mañana de verano de 1999, Shukriya Barakzai se despertó mareada y con fiebre. Según las reglas de los talibanes, necesitaba un maharram, un guardián, para ir al médico. Su marido estaba trabajando, y no tenía hijos varones. De modo que le rapó la cabeza a su hija de dos años, la vistió con ropa de niño para hacerla pasar por su guardián, y se puso un burka. Los pliegues azules de la prenda le tapaban las uñas, pintadas de rojo a pesar de la prohibición impuesta por los talibanes. Le pidió a su vecina que la acompañara al médico, en el centro de Kabul. A las 4.30 de la tarde, salieron de la consulta con una receta. Se dirigían a una farmacia cuando un camión de militantes talibanes del Ministerio para la Propagación de la Virtud y para la Prevención del Vicio paró a su lado. Estos grupos se movían habitualmente por Kabul en camionetas en busca de afganos a los que humillar y castigar en público por incumplir su código moral.